martes, 6 de octubre de 2015

Encontronazo de Thomas Pynchon con Camargo Rain

Thomas Pynchon y Camargo Rain
Thomas Pynchon con Camargo Rain




Esto que les voy a contar ocurrió hace algunos meses (sobre 2014) en un pequeño pueblo del sur de España. Si es ciencia o ficción... juzguen ustedes mismos.

En un lugar del sur de España, de cuyo nombre intento acordarme, sin conseguirlo, tuvo lugar un encontronazo entre dos pesos pesados de la literatura, uno de ellos consagrado, el otro ateo. El señor Pynchon, de incógnito, como de costumbre, a orillas de uno de los ríos que riegan el campo andaluz, se entretenía tirando piedras al agua, observando el movimiento ondulado que aquellas provocaban al impactar con el torrente y adivinando las leyes físicas que hacían posible el fenómeno. Camargo Rain, novelista, fotógrafo y marciano (o mercuriano, que para el caso es lo mismo), quiso imortalizar el momento, ataviado con su inseparable cámara de fotos, encuadrando en la misma instantánea al hombre y a la naturaleza de la que se había rodeado. El señor Pynchon, a la sazón americano, improvisó unas palabras en un español muy rudimentario:

¿Qué hace usted con esa máquina?

¡Fotos! ¿No lo ve? Se trata de una máquina totalmente inofensiva. ¡Tóquela y verá! y le acercó el artilugio al americano.

¡Usted no sabe quién soy yo! sentenció Thomas Pynchon, encolerizado.

No tengo el gusto, pero nada que no lo arreglen unas buenas cervezas a la orilla de este o cualquier otro río.

Yo soy un escritor de éxito mundial. Me conocen en todos los rincones del orbe, pero nadie sabe cómo soy realmente. Solo existen unas cuantas fotos circulando por Internet de cuando aún no era famoso. Por cierto, hay una en la que visto de marinero, de la que he tenido que soportar todo un compendio de burlas y sandeces, que llevo aquí mismo, en la cartera... ¿Quiere usted verla?

¡Venga esa foto! –contestó Camargo Rain, augurando una buena historia que contar en sus libros.

Tras los intercambios de fotos y otros recuerdos, Camargo Rain mostró la nevera portátil que lleva siempre consigo y extrajo de ella unas cervezas bien frías.

¿Es tostada? preguntó Pynchon.

Por supuesto contestó Rain.

Como le decía continuó Pynchon después de acometer su primer trago–, he escrito más de ocho novelas desde los años sesenta hasta hoy. Algunas de ellas muy largas.

–No le veo el mérito. Yo llevo más de dos docenas en unos veinticinco años –dejó caer Camargo Rain a su manera campechana, como sin darle importancia.

–¡Oiga usted! ¡La mitad de ellas rondan las 1000 páginas! Supere eso.

–Yo tengo algunas de entre 800 y 1000 páginas también.

–¿Y entiende la gente sus novelas? –preguntó Pynchon.

–Hombre... Las leen, eso sí. Entenderlas... no sabría decirle. No se asuste, las novelas son de aventuras. No tratan de nada trascendental. Mucha gente me dice que se partieron la caja leyéndolas... Perdone, es posible que no haya entendido usted esto último. Es un phrasal verbs, como dicen ustedes. Lo que quería decir es que la gente lo pasa muy bien leyendo mis libros. Me hacen buenas críticas.

–¿Tiene alguno traducido al inglés, para echarle un vistazo?

–¡Que va! Ni siquiera los he publicado. Ahora estoy dándole vueltas a la idea de sacarlos del disco duro..., porque yo escribo a ordenador, para más detalle. Es para darlos a conocer al mundo y que no mueran conmigo.

–No tiene usted mala salud, por lo que aparenta –comentó Pynchon.

–Gracias, amigo.

–Mis críticos, porque los tengo y muy buenos, dicen que soy uno de los escritores más cultos del panorama americano, y tal vez mundial. En mis libros hago hablar incluso a los animales.

–¡Anda! Yo también lo hago. Márquese un ejemplo –le pidió Camargo Rain al señor Pynchon.

–Es un poco largo, pero ahí va. Tenga usted en cuenta que estoy tirando de memoria... ¡No, espere! Casualmente tengo por aquí un ejemplar de uno de ellos, Mason y Dixon. Ahí va:



¡Eh! Les conozco a ustedes dos, son los que tienen esos extraños aparatos y zarpan en el Seahorse. Pues bien, están de suerte, pues aquí todos somos caballitos de mar. Yo soy Bodine Panza de Andullo, capitán de la cofa de trinquete, y éstos son mis compañeros. Todos prorrumpen en vítores. Pero pueden llamarme Andullo. Bueno, nuestro plan consiste en secuestrar a este bicho, y a ustedes, caballeros, les corresponde ocultarlo entre su bien vigilado cargamento, fuera de la vista del sargento de marina, hasta que arribemos a una isla adecuada.

¿Isla?… ¿Secuestrar?… Mason y Dixon están un poco aturdidos.

He viajado en más de una ocasión a las Indias, y hay allá un millón de islas, cada una más prometedora que la anterior, y les digo que un puñado de marineros listos y este perro hablador, sí, que tendría divertidos a los salvajes… Vamos, seríamos unos reyes.

¡Que vivan los reyes! exclaman varios marineros.

¡Sí, y que vivan también las mulatas!

¡Y la cerveza de coco!

Un momento les previene Mason. He oído decir que allí se comen a los perros.

Los envuelven en hojas de palmera añade Dixon con toda seriedad y los asan en la playa.

En cuanto os deis la vuelta, este perro se convertirá en el almuerzo de algún salvaje les advierte Mason.

¡Guuuuuuuau! ¿Me disculpan? dice el perro sabio. Puesto que parezco ser aquí el tema del que se discute, me siento impulsado a hacer una observación.

Está bien, perrito le dice Bodine haciendo vagos ademanes de acariciarlo. Confía en nosotros, vas a pasártelo de miedo…

Un pequeño y ruidoso grupo de petimetres, dandis o señoritingos, es difícil distinguir con exactitud lo que son, suben por la calle hasta hacerse audibles. Tras los cristales de varias ventanas surgen llamas de velas que empiezan a oscilar. Los mozos de cuadra dan vueltas, malhumorados, sobre los sacos de forraje que les sirven de almohada y de cama. Rateros ociosos se acercan un momento para tratar de averiguar qué ocurre.

El perro empuja la pierna de Mason con la cabeza.

Puede que no tengamos otra oportunidad de charlar, ni siquiera durante nuestra huida. Hay algo que debo saber susurra Mason con la voz enronquecida y el tono de un amante atormentado por las dudas. ¿Tienes alma, es decir, eres un espíritu humano reencarnado en un perro?

El perro sabio parpadea, se estremece y asiente con resignación.

No eres el primero que me hace esa pregunta. Los viajeros que regresan de las islas japonesas cuentan de ciertos acertijos religiosos conocidos como koan, y tal vez el más famoso de todos ellos concierne a tu pregunta: si un perro posee la naturaleza del divino Buda. Una respuesta que daba un maestro muy sabio era: ¡Mu!

Mu repite Mason, pensativo.

Es necesario que quien pregunta medite en el koan hasta llegar a un estado de insania sagrada, y te recomendaría que lo hicieras así. Pero, por favor, no acudas al perro sabio inglés si lo que buscas es consuelo religioso. Puede que sea preternatural, pero no soy sobrenatural. Estamos en la Era de la Razón, ¿no es cierto? Siempre hay una explicación a mano, y no existe ningún perro hablador. Los perros habladores pertenecen a la categoría de los dragones y los unicornios. Pero sí existen, sin embargo, estrategias para sobrevivir en un mundo menos fantástico.

»Me explicaré: En el pasado, el hombre mantenía a los perros tan sólo para alimentarse. Al notar que, entre los hombres, ningún delito era tan aborrecible como comer la carne de otro ser humano, el perro aprendió enseguida a actuar de la manera más humana posible, y a transmitir esta habilidad de padres a cachorros. Por eso sabemos cómo haceros sentir a vosotros, los hombres, día a día, suficiente misericordia para que nos permitáis vivir un día más. De todos modos, por grande que sea ese logro, nuestra vida nunca está del todo libre de peligro, somos como Scherezades que menean el rabo, siempre a un paso de la temida hoja de palmera, deteniendo cada noche los cuchillos de nuestros amos al contarles relatos acerca de su humanidad. No soy más que una expresión extrema de ese proceso…

Vamos, perro en hoja de palmera…, qué tontería comenta uno de los señoritingos. Eres demasiado sensible, perro, en serio. ¿En hoja de palma, dices? Los humanos civilizados tienen cosas mejores que hacer que ir por ahí babeando por un perro en hoja de palmera o lo que sea, ¿no es cierto, Algernon?

El terrier ladea la cabeza, un tanto irritado.

¿No podrías dejar de decir eso? le pregunta. Yo no digo cosas como lechuguino a la italiana ni fricasée de petimetre

¿Cómo te atreves, pedazo de bestia?

¡Guau! Y el uso deliberado del término babeando, señor, es repugnante.

El señoritingo se lleva la mano a la espada.

—Tal vez podamos resolver esto aquí mismo, señor.

—Estás hablando con un perro, Derek.

—Aunque vuestra arma me deja en cierta desventaja —señala el perro—, para ser justo debería mencionar que últimamente siento cierta aversión al agua, lo cual, como sabéis, señala el comienzo de la hidrofobia. ¡Sí! La Gran H. Y si lograra esquivar vuestra hoja y daros una pocas dentelladas juguetonas que os rasgaran ese viejo pellejo, bueno, no tardaríais en tener lo mismo que yo, ¿qué os parece?

De inmediato se crea alrededor del perro un vacío, un círculo de un radio aproximado de una braza, cuya forma notablemente regular recordarían más adelante los astrónomos.

¡Perrito guapo!

Toma, mi última torta azucarada, me la mandó mi mamá. Toda para ti.

¿Qué opináis? Apuesto dos contra uno a que la sangre del petimetre será la primera en brotar.

Es justo dice Bodine de Andullo. Yo apuesto por el perro. ¿Alguien más?

¿No deberíamos avisar a los propietarios? sugiere el señor Dixon.

El perro ha empezado a pasear de un lado a otro.

Soy un perro británico, señor. Nadie me posee.





 –¡Me ha gustado señor Pynchon! ¿Quiere usted otra birra? –y le acercó una cerveza, tostada–. Es mi turno. Por pura casualidad, yo también tengo aquí una de mis novelas, la primera que escribí, que se titula Viaje al verano. ¿Quiere usted que le lea un fragmento?

–¡Adelante, no se demore!





Érase una vez una gran tribu de hormigas, o mejor dicho, érase una vez un hormiguero, que es mucho más que una gran tribu de hormigas. El tal hormiguero, como es lógico, estaba formado por hormigas, y éstas, a su vez, pasaban por seres responsables, por lo menos ante ellas mismas. O si no responsables, sí medianamente sensatas, como se va a ver.

–Hay que ver –decía el ciudadano hormiga número de carnet 13.675.552–, hay que ver qué cosas suceden. Ayer mismo me dijo el jefe (y bla bla bla).

Esto de que las hormigas tengan jefes puede que no le cuadre bien a todo el mundo, pero es así: los tienen; y esclavos; es decir, que la pirámide continúa por arriba y por abajo.

–Pues sí, hombre, no... –insistía el ciudadano hormiga número 13.675.552 como si hubiera dicho algo importantísimo, y se quedaba pensándolo medio azorado.

El ciudadano hormiga número 13.521.632, que era quien le escuchaba, asentía.

–Descarado... –decía gravemente, y se atusaba una antena.

(Lo que quería decir es que, descaradamente, las cosas eran de aquella manera; no es que calificara de semejante modo a su interlocutor).

–Pues sí, hombre, no... –volvía a decir el ciudadano número 13.675.552, y así hasta el infinito.

Tampoco es que hubiera mucho más que hacer. En las oficinas, ya se sabe.

En esto entraba el jefe –que era alto y desgarbado, con aquellas alas medio tronchadas– a darles trabajo, y preguntaba,

–Martiga, oiga usted, ¿no estará por ahí el expediente número 66.823.464? Mire usted a ver, por favor, que esto es muy importante –y daba golpecitos con la cuarta patita.

El ciudadano hormiga número 13.675.552 (Martiga) iba al archivador observado por Ferniga (este es el otro funcionario hormiga) y abría con gran estruendo. De la pared se desprendían partículas de arena, algo así como cantos rodados.

–Así no se puede trabajar –decía Ferniga resoplando por las branquias–. Tenga cuidado, hormiga, que va a haber que llamar a la brigada de revocatrices. ¡Ujummm, ujummm...!

Al fin Martiga pudo encontrar el dichoso expediente.

–A ver, a ver... –el jefe estaba interesadísimo y le echó garra inmediatamente.

Empezó a leerlo con uno de sus cincuenta mil ojos, pero como era corto de vista tenía que cambiar todo el rato de ojo. Ferniga le miraba disimuladamente.

–(A ver si de una vez te compras cincuenta mil gafas) –pensaba de muy mala uva, y movía la segunda patita emborronando un enorme y alisado con uñas y dientes trozo de paja de centeno, que era el papel que usaban por entonces.

Ferniga estaba encantado de su letra. Incluso a veces dibujaba los carteles anunciando las ventas que, bajo cuerda, se hacían en el Ministerio; ventas de ropa, camisas, pantalones, chaquetas, en general a mitad de precio, que tenían lugar los miércoles por la mañana. Aquella clase de transacciones, tan poco apropiadas para su calidad de burocrátiga, tenía sus ventajas, bien mirado, porque las organizaba la jefa de sección, que se llamaba Beatriga, y según Ferniga estaba de bastante buen ver. Como no se prodigaba mucho (más bien solía parar en la cafetería de la cuarta planta), las tales reuniones eran unas ocasiones magníficas para palear. Bueno, para palear, cambiar un poco de ocupación y decir tres o cuatro tonterías de las habituales.

–Pues sí, hombre, no... –volvió a decir Martiga, exhalando una considerable porción de ácido fórmico en un formidable bostezo.

Inmediatamente sonó un zumbido conocido por todos: las hormigas de la puerta hacían vibrar sus antenas. Los dos burocrátigas, o sea, Martiga y Ferniga, se pusieron en pie sobre las patas traseras y recogieron sus pertenencias.

–Otra jornada más –dijo Martiga–. ¿Irá usted a las carreras?

Ferniga lo pensó.

–Me temo que no –repuso–. Hoy ya estoy bastante cansado, y esas interminables filas...

En la ciudad de las hormigas se podía hacer méritos tras el trabajo colocándose en la fila que iba a los almacenes, siguiéndola hasta la fuente de alimentos...

(Corrían rumores sobre un descubrimiento nuevo y, por lo que decían, trascendental, un azucarero a unas trescientas yárdigas, lo cual, después de todo, era una nimiedad, salvando el hecho de que había que escalar tres pisos repletos de objetos fantásticos y nada comestibles; que de las trescientas yárdigas más de la mitad eran por un tubo de plomo, aunque seco –¡qué molestias daba aquello del plomo!–, y que en el último tramo había indicios de guerra química.)

... y volviendo con unos cuantos granos que se dejaban en el montón comunitario. Luego se hacía una derrama, y a fin de lúniga te podían tocar un par de granos que a veces eran de mijo, a veces de cebada, y a veces, aunque pocas veces, de triga. La Reina era generosa con sus vasallos...

Y a propósito de la Reina: uno de los rumores más extendidos en las inacabables filas durante aquellos tiempos, alimentaba la especie de que había salido completamente andromaníaca; comehombres, decían otros con escaso respeto.

–Pues que no nos pase nada... ¡Superpoblación!

–Sí, lo que nos faltaba.

–Creo que está mandando construir nuevas ciudades más al sur, en la zona prohibida, cerca de los avisperos.

–O sea, más trabajo...

–Sí, y menos comida, no se le olvide a usted.

Otro de los rumores que corrían, éste bastante más alarmante, era el que se refería a la Maldición Rosa.

–Por San Hormigón, ¡no nombre usted al diablo...!

–Perdón, señora, no sabía que estaba usted escuchando.

–¿Que yo estaba escuchando...? ¿Habráse visto...? Pero ¿no se da cuenta de que hay niños...?





–¡Espléndido! –vociferó Thomas Pynchon agitado, no sabemos si por lo escuchado o por la cerveza engullida–. Tiene usted madera de escritor. Si señor. ¿Sabe a quién me recuerda?

–Dígamelo –respondió Camargo Rain.

–Me recuerda a Don Quijote de la Mancha.

–Pero, ¿lo ha leído usted?

–Por supuesto. Warlock de Oakley Hall y El Quijote de Cervantes son dos obras que todo juntaletras que quiera llegar a escribir tiene que leer –dijo Pynchon apurando el último trago de su cuarta botella de cerveza tostada.

–Hábleme de sus hijos.

–Soy muy celoso de mi vida privada. Uno no sabe en qué momento o lugar puede haber alguien escuchando, tomando nota de todo lo que diga, para usarlo en mi contra, para finiquitarme. Ándese usted con mucho cuidado, que hay conspiraciones en cada esquina.

–Me refería a sus libros. ¿Qué nombre les puso?

–Ah, eso... Bien. Pues al primero lo llamé V...

–Andaba usted parco en palabras, en el comienzo...

–Ja ja. No, es algo simbólico. Aún hoy me pregunto qué demonios quise decir con aquello. ¿Es la entrepierna de una mujer, una isla desierta, la verdad oculta? Después vinieron otras como El arco iris de gravedad, Vineland, Mason y Dixon, Contraluz, Vicio propio y Al límite. Estas dos últimas son más cortas que las anteriores y más fáciles de digerir. Me achacaban ser un escritor muy oscuro y difícil de leer por la cantidad de acontecimientos y personajes que salen en mis novelas. Publiqué estas para hacerlo más digerible, y los pynchonianos se han rebelado diciendo que quieren recuperar al viejo Pynchon, a aquel al que tienen que leer con lápiz y papel para tomar notas. Y es que uno no sabe muy bien cómo hacerlo para acertar...

–Dígamelo a mí. En fin, ¿hace otra birra?

–Eso ni se pregunta –contestó Thomas Pynchon agarrando el cuello de la botella a modo de cigarro...



¿(Continuará...)?







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