Lo que sigue pertenece a uno de mis
libros, el que se llama Correría por Castilla y detalla un viaje por los
caminos de sirga, aventura en la que me metí durante uno de estos veranos que han
transcurrido. Después de escribir un montón de novelas, caigo en la cuenta de
que aún no he tocado el género libros de viaje, y me ha divertido
hacerlo; claro, que la excursión valió la pena.
Del contenido, unas doscientas y pico
páginas, he extraído tres que se sitúan al final, y aquí las pongo a modo de
ejemplo. El protagonista protesta, pero no es para menos, pues tras diez días
recorriendo campos casi deshabitados y tratando con las gentes castellanas, ¿se
imaginan ustedes lo que es volver a la civilización y sus usos? Son asuntos tan
dispares que me parece que en realidad refunfuña poco, que mucho más podría
decir..., pero, en fin, dejémoslo así por el momento.
[1]
El tramo que recorro no es muy sombreado,
aunque paso por una esclusa con su correspondiente y enorme fábrica de harina,
esta en plena labor –a juzgar por el ruido–, pero lo que más me sorprende,
sobre todo al final, es que conforme me aproximo a la ciudad comienzan a aparecer
indicios de lo que llamamos civilización. Sí, porque por aquí la gente
no saluda, es curioso. Me cruzo con dos o tres corredores modernos de esos que
visten de colores, llevan auriculares y –lo que se deduce de su aspecto– entre
col y col frecuentan los gimnasios, y ninguno dice una palabra; ni miran.
Ellos, a lo suyo. ¡Qué diferencia con las personas que hasta aquí he encontrado!,
porque la gente del campo de Castilla, la gente con la que me crucé en el
camino, mira tú por dónde, es de lo más amable que pueda uno imaginar. Todos
saludan atentamente, se interesan por lo que haces o dejas de hacer, te
aconsejan lo que les parece más conveniente y, llegado el caso, te invitan a
tabaco o a una caña.
–Bueno, o a una paella.
–Desde luego; o te llevan a una
multitudinaria fiesta del barroco regada con champán e iluminada por un sinnúmero
de velas colocadas sobre candelabros.
–Ya. Esto último ha sido el no va más.
¡Menudo colofón!
Y de esta manera, sin hacerme eco del
mutismo de quienes están imbuidos por los antipáticos usos de las ciudades, con
las imágenes de la fiesta de anoche bailándome ante los ojos hago caso omiso y
acelero el paso.
–La verdad es que una rusa bien traída te
puede poner los puntos. ¡No sabéis lo que os perdéis, esclavos!
...
[2]
En las terracitas de la gran calle sólo
encuentro avisos de comida basura, es el verano en la ciudad y la gente me mira
con recelo porque pocas veces se ve a alguien con una mochila a cuestas por
vías urbanas.
–Y menos con alpargatas.
–Pues no sé qué tendrán que decir, que
esto es lo único que veo que sea genuinamente de la tierra. ¡Menudos traidores!
Se han pasado al enemigo... Míralas, todas con bailarinas...
En un paso de cebra se me atraviesa un
gracioso que tiene mucha prisa, un calvorota de veintipocos años con camiseta
negra de tirantes que va en un descapotable diminuto y hace como que no me ve,
va mirando para Cuenca y a lo mejor es verdad que no me ha visto, que mucha
cara de espabilado no tiene; lo más seguro es que le hayan dado el carné en una
tómbola.
–Ya; hay gente pa todo.
Si uno se fía de las encuestas llega a la
conclusión de que el urbanita es un ser muy fino, respetuoso (hay que tener
más respeto, dicen a veces con unción los cursis), legal y superguai, y
cuyas principales aficiones son la lectura de libros y las audiciones de música
refinada, pero a poco que se escarbe resulta que este es un territorio de
necios, de ineducados y analfabetos que repiten como cotorras las consignas que
aprenden en la tele, y como ovejas se acercan a las urnas el día que les han
señalado, y cuyas verdaderas aficiones, como todos sabemos, son en realidad el fútbol,
el cotilleo y la pornografía, y luego se atreven a infamar, o lo intentan, las
tierras libres que tienen aquí al lado, que ni siquiera conocen, en donde canta
la alondra y el águila se remonta, y las hojas de los álamos, y el ruido del
agua que corre, llevan a sus últimos extremos las melodías susurrantes que son
las únicas que no dañan los oídos... En fin, el mundo al revés.
...
[3]
Pasa una nube.
–Pues hete aquí de nuevo. Se acabó la
excursión.
–Ya... Se acabó el camino infinito pleno
de lugares solitarios y misteriosos, y los pueblos de piedra, adobe y ladrillo,
y las gentes sencillas y bienintencionadas y los animales del mundo casi
deshabitado, las rapaces que cuando pasas alzan el vuelo desde las ramas más
altas y los pajarillos que sin cesar pían y revuelven con sus continuos juegos,
y las ranas que se arrojan al agua ante la presencia extraña... Y los gallos
que anuncian el amanecer, y los sapos y las cigarras que cantan por la noche a
la luna y las estrellas, el Triángulo del Verano y tantas otras que tardarás en
volver a ver...
–Y a los planetas.
–Sí, y a los planetas, y a las estrellas
fugaces que de lado a lado del firmamento trazan su rauda luz... Se acabó todo
eso, aunque esperemos que lo que se avecina sea tan sólo una situación pasajera,
una mínima pausa entre dos revoluciones, porque las revoluciones, lo que son
las cosas..., se llevan dentro.
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