Días
atrás hablé de la música y de las fotos pintadas, y hoy voy a hacerlo del
camino, del solitario y larguísimo camino que supone la vida del narrador,
aquel a quien le gusta contar historias.
Cuando
era pequeño quería ser director de cine. Esto no es raro y le sucede a mucha
gente, porque una de las más divertidas formas de contar una historia es hacer
una película. Las grandísimas películas son historias fantásticas contadas por
alguien que sabía contarlas, y que acertó. Véanse, por ejemplo, Pasión de los
fuertes (Ford), La mujer del cuadro (Fritz
Lang), El río (Renoir), Con faldas y a
lo loco (Wilder) o 2001 (Kubrick).
El inconveniente es que el camino que tienes que recorrer para hacer una
película es larguísimo; más que un camino, es una peregrinación.
Una
forma de mitigar tan dilatado periplo (periplo síquico, se entiende), consiste
en escribir un libro. Es parecido pero mucho menos cansado, y además, el
resultado final depende de ti en gran parte. Por si esto fuera poco, no te
cuesta dinero.
Cuando
era pequeño, sí, quería ser director de cine, locuras de juventud, porque las
películas son cosas muy serias (y muy caras), y como esa espina se me había
quedado clavada, con la llegada de los tiempos eléctricos (¡y tan eléctricos!),
cuando cualquiera puede escribir libros (al menos escribirlos, para lo que
únicamente es necesario un ordenador) y hacer películas (ahora, con una cámara
medio buena y un poco de pasta haces una película tan tranquilo; otra cosa es
que luego la quiera ver alguien), me he desquitado de esta forma que viene a
continuación y que se llama, precisamente,
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